Era una vez un padre que tenía siete hijos. Cuando estaba para morir, llamó a los siete y les dijo así:
Hijos, ya sé que no puedo durar mucho; pero antes de morir quiero que cada uno de vosotros me vaya a buscar un mimbre seco y me lo traiga aquí.
-¿Yo también? -preguntó el menor, que sólo tenía cuatro años.
El mayor tenía veinticinco, y era un muchacho muy fuerte, y el más valiente de la aldea.
Tú también -respondió el padre al menor. Salieron los siete hijos, y de allí a poco volvieron, trayendo cada uno su mimbre seco.
El padre cogió el mimbre que trajo el hijo mayor, y se lo entregó al más pequeño, diciéndole:
Parte este mimbre.
El pequeño partió el mimbre, y no le costó nada partirlo.
Después el padre entregó otro mimbre al mismo hijo más pequeño, y le dijo:
Ahora, parte ése también.
El niño lo partió, y partió, uno por uno, todos los demás, que el padre le fue entregando, y no le costó nada partirlos todos. Partido el último, el padre dijo otra vez a los hijos:
Ahora, id por otro mimbre y traédmelo.
Los hijos volvieron a salir, y de allí a poco estaban junto al padre, cada uno con su mimbre.
Ahora, dádmelos acá -dijo el padre.
Y de los mimbres todos hizo un haz, atándolos con un junco. Y volviéndose hacia el hijo mayor, le dijo así:
-¡Toma este haz! ¡Pártelo!
El hijo empleó cuanta fuerza tenía; pero no fue capaz de partir el haz.
-¿No puedes? -preguntó al hijo.
-No, padre; no puedo.
-¿Y alguno de vosotros es capaz de partirlo? Probad...
Ninguno fue capaz de partirlo, ni dos juntos, ni tres, ni todos juntos.
El padre les dijo entonces:
-Hijos míos, el menor de vosotros partió, sin costarle nada, todos los mimbres; mientras los partió uno por uno; y el mayor de vosotros no pudo partirlos todos juntos, ni vosotros, todos juntos, fuisteis capaces de partir el haz. Pues bien, acordaos de esto y de lo que voy a deciros: mientras todos vosotros estéis unidos, como hermanos que sois, nadie se burlará de vosotros, ni os hará mal ni os vencerá. Pero luego que os separéis o reine entre vosotros la desunión, fácilmente seréis vencidos.
Acabó de decir esto y murió, y los hijos fueron muy felices, porque vivieron siempre en buena hermandad, ayudándose siempre unos a otros; y como no hubo fuerza que los desuniese, tampoco hubo nunca fuerza que los venciese.
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