Iba a ser una operación de rutina, aunque siempre con sus riesgos. Jean Lantan, buzo francés, y su compañero René Delorie debían filmar un rebaño de ballenas en el mar de Indonesia. Así que se lanzaron al agua con sus equipos y con sus cámaras. Jean haría las veces de cuidador, y René las de fotógrafo.
Estando ya bajo el agua, Jean vio de repente, detrás de él, una enorme ballena de dieciocho metros de largo. El gigantesco mamífero abrió la boca y se abalanzó sobre él. En un instante Jean estaba en las fauces de la ballena.
Sintió un dolor agudo y pensó que la ballena lo había cortado en dos de un mordisco. Sólo tuvo tiempo para elevar una ligera plegaria: «¡Dios mío, ayúdame!» Por alguna razón extraña la ballena no se lo tragó, sino que lo expulsó de la boca. El buzo, aunque herido, logró maniobrar desesperadamente y alejarse del cetáceo. «Yo no creía en la historia bíblica de Jonás —les dijo después a los periodistas—, pero ahora sí creo.»
Cuando clamamos a Dios desde el fondo de nuestra desesperación, Él puede ayudarnos. Aun dentro de las fauces de una ballena, Dios puede salvarnos. Sólo hay que clamar con fe, confiados en que Dios nos rescatará, y esperar.
cuando experimentamos alguna calamidad en la vida, ese suceso puede inclinarnos a la fe. La célebre historia bíblica de Jonás, que Jean Lantan nunca creyó, ahora se le hacía muy factible. Él también estuvo, si no en el vientre, por lo menos en la boca de una ballena.
Muchos en la actualidad, si bien disfrutan de salud y bienestar, no sienten la necesidad de acercarse a Dios. Pero en momentos de peligro, instintivamente claman al Único que puede salvarlos. Por eso es tan importante que vivamos siempre cerca de Dios. No es suficiente sólo buscarlo en momentos de apuro. Debemos mantener la comunicación abierta con Él en todo momento.
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