Son las cosas simples de la vida las que me agradan, pero no siempre ha sido así. Hubo un tiempo en mi vida cuando todo se veía oscuro.
Fue un tiempo cuando mis hijos eran la única fuente de luz en mi vida.
Estaba desilusionada en mí misma por descender tan profundamente en un oscuro marco mental y que el creciente auto resentimiento sólo hacía más deprimente cada día.
Tomé refugio en las historias que escribía, escapando mi propia realidad creando nuevas y durmiendo como un personaje con una vida muchísimo mejor que la mía. Estaba atrapada dentro de las fronteras que había creado para mí misma, impidiéndole a sentimientos excepto la auto conmiseración y la desilusión residir y crecer libremente.
Pudiera sonar un poco dramático para aquellos que, suficientemente afortunados, nunca han experimentado la desesperación interior.
Desafortunadamente, la mayoría de la gente puede identificarse con cuán difícil puede ser escalar el pico de la depresión, especialmente si han estado residiendo al pie de la montaña por algún tiempo. Pero con cada minuto, cada hora y cada día que permanecemos quietos, tenemos una mayor tendencia a sentirnos cómodos con esos límites.
La montaña viene a ser parte del escenario que pronto fallamos de ver y la jornada que debíamos viajar para llegar a nuestro destino es pospuesta o, peor aún, nunca conquistada.
La vida comenzó a cambiar cuando me di cuenta de que no era mi ambiente que me controlaba sino yo quien controlaba mi ambiente. Era yo quien disminuía las luces en mi propio mundo y era yo quien necesitaba aumentarlas lentamente.
Fue durante esa travesía que le di una segunda mirada a mi vida, dándome cuenta de que mis hijos me necesitaban. Merecían una madre que pudiera darles luz en sus propios tiempos de oscuridad, guiándoles a una vida mejor que la que me había permitido durante esos tiempos desesperanzados. Merecían una madre que conquistara y moviese montañas para compartir con ellos la sabiduría que obtuviese para el día en que ellos iniciasen sus propias travesías.
Aprenderían que la felicidad es un don que nos damos a nosotros mismos y que sin importar cuán perdidos nos sintamos a veces, el movimiento continuo en la fe nos traerá eventualmente a nuestra cima.
Fue en este tiempo que comencé a hallar lo bueno en todas las cosas que había ignorado en mi inconsciente. Comencé a notar todo lo que había pasado por alto fuera de mí debido a mi previa auto indulgencia en mi desdicha interior.
Hallé que eran las pequeñas cosas negativas en la vida las que me controlaban y que las pequeñas cosas positivas me pondrían en libertad. Tal como había buscado y permitido cualquier negatividad gobernarme, comencé a buscar todo lo positivo que pudiera liberarme eventualmente.
Comencé a tomar un paso a la vez, cayendo en ocasiones, pero levantándome con mi meta en mente mientras que esta se hacía cada vez más visible con cada paso. Usando mi propio compás interno y creando mis propios trechos, conquisté logro tras logro hasta que eventualmente dominé el arte de escalar.
Tratamos con la desilusión y experiencias deprimentes cada día de nuestras vidas. Estemos al tanto de que estos tiempos difíciles son nuestra oportunidad de crecer y aprender estrategias más avanzadas para escalar nuestra próxima montaña más rápidamente.
Estos tiempos difíciles nos proveen con experiencia y conocimiento que podemos pasarle a nuestros hijos y al mundo. Nos conceden sabiduría que, al mirar atrás, nos permitirán pararnos orgullosamente y sorpresa de cuán lejos hemos viajado. Sólo a través de la dificultad podemos descansar en la cima, mirar al horizonte que nos rodea y regocijarnos más allá de la imaginación de hoy sobre cuán hermosa es realmente la vida y cuán realmente afortunados somos.
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