Cuando Jesús fue bautizado por Juan en el río Jordán, los cielos se abrieron y con voz fuerte el Padre celestial declaró: “Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mateo 3:17). ¡Qué hermosa afirmación! Con cuánto orgullo el Padre nos presenta a su Hijo. Pero alguien más estaba escuchando: el maligno, el que confronta a Jesús en el desierto para cuestionar su identidad. “Si eres Hijo de Dios…” haz el disparate que te pido. Qué insolente que es el diablo, tentar al mismo Dios, poner en duda la afirmación tan clara del Padre. Jesús no se dejó engañar y le contestó con la Palabra de Dios.
Tú y yo también somos hijos del Padre en los cielos. Tenemos una identidad que nos fue dada en el Bautismo, cuando Dios declaró: “Te perdono todos tus pecados. Eres mi hijo amado en quien tengo alegría.” Sin duda, el diablo también escuchó esta declaración y, muy temprano en nuestra vida, nos presentó sus tentaciones para que dudemos de nuestra identidad como hijos de Dios.
Cuando las cosas no nos salen de acuerdo a nuestros planes, nos preguntamos si Dios realmente nos quiere tanto como dice. Puede ser que cuando pecamos abiertamente en contra de la voluntad divina nos surja la duda de que Dios pueda perdonarnos y pueda recibirnos como sus hijos amados. Pero Dios no ha cambiado de parecer. Una vez que tiene hijos, los ama hasta la muerte. La muerte y resurrección de Jesús así lo confirma.
Gracias, Padre, por hacernos tus hijos amados. Fortalécenos en esa relación de familia divina. Amén.
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