Mateo 27:62-66
62 Al día siguiente, que es después de la preparación, se reunieron los principales sacerdotes y los fariseos ante Pilato,
63 diciendo: Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré.
64 Manda, pues, que se asegure el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de entre los muertos. Y será el postrer error peor que el primero.
65 Y Pilato les dijo: Ahí tenéis una guardia; id, aseguradlo como sabéis.
66 Entonces ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia.
Me causa gracia la actitud de los principales sacerdotes y de los fariseos. ¡Estaban asustados de un muerto! Jesús no estuvo vivo en la tierra por un día, y los líderes religiosos se encargaron de “cuidar la fe”, buscando ayuda en el gobernador y custodiando al muerto con piedra y soldados. ¡Qué poca visión! ¡Cuánta incredulidad y cuánta arrogancia!
Intentar detener el torrente de vida de Dios es como querer detener el flujo de agua de las cataratas del Niágara con las manos, o intentar detener la salida del sol cada mañana. El curso de la historia dirigida por Dios no puede ser detenido ni por nuestros miedos, ni por nuestra falta de visión, ni por nuestra falta de fe. El sepulcro fue parte del plan de Dios. La tumba donde Jesús fue sepultado es la evidencia de nuestro pecado y de nuestra propia mortalidad. No hay otra forma de seguir adelante en la historia. Todos moriremos, como murieron nuestros antepasados. Lo importante es nuestra actitud ante nuestra propia muerte: ¿Falta de fe? ¿Desesperanza? ¿Miedo? ¿Dolor?
El Jesús de la tumba santifica nuestra propia sepultura para llamarnos a la realidad y darnos esperanza: morimos a causa de nuestro pecado, pero seremos levantados en gloria para compartir con nuestro Salvador la vida eterna en el cielo. La tumba de Jesús no lo retuvo para siempre, a pesar de la pesada piedra y de la guardia de soldados. Tampoco nosotros seremos retenidos para siempre en el sepulcro, porque la sangre de Jesús nos infunde vida nueva, santa y eterna. Jesús esperó para ser resucitado. Nosotros esperamos lo mismo.
Gracias, Padre, porque Jesús santificó nuestro sepulcro para llevarnos, a través de la muerte, al cielo eterno. Amén.
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