Esto molestaba mucho a aquel ministro y le dijo: “¿Sabe hermana Elizabet, que cuando usted dice: “Bendito sea el Señor”, durante el sermón, interrumpe mis pensamientos?
Si no lo hace durante todo este año le regalaré un par de frazadas nuevas”. La hermana Elizabet era muy pobre y esta oferta le pareció buena.
Hizo lo que pudo por ganárselas. Permaneció quieta domingo tras domingo; pero un día vino un pastor visitante a predicar; era un hombre de cuyo corazón rebosaba el gozo de su salvación.
A medida que predicaba acerca del perdón del pecado y de todos las bendiciones que le siguen, la visión de las frazadas prometidas comenzó a desvanecerse mientras el gozo de la salvación aumentaba.
Al fin no pudo contenerse más y se levantó diciendo con voz fuerte: “¡Frazadas o no frazadas, aleluya!”
Cuando pensamos en las maravillas de Dios, se llena nuestro ser de gran gozo. Nuestra reacción natural es querer alabar a Dios por lo que ha hecho y hace por nosotros.
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