Un ministro de Cristo, tenía un hijo rebelde y mundano que había resistido todos los llamamientos de su familia y de la iglesia para seguir los caminos del Evangelio. Por fin se hizo grumete para ver mundo.
Sus entristecidos padres, no podían sino orar por él y escribirles buenas cartas.
El buque en que viajaba el muchacho costeó un país salvaje, y cierto día, los marineros trajeron a bordo del buque a un muchacho nativo que sabía tocar con rara habilidad un curioso instrumento musical que nunca había visto y lo trajeron con su bote.
El niño, les divirtió por largo rato a cambio de unas pocas monedas, hasta que por fin les pidió que lo volvieran a tierra con el bote.
Todavía no es tarde para nosotros, puedes quedarte más y te daremos de comer le dijeron los marineros.
¡Oh no, de ningún modo! les suplicó el muchacho ya les diré porque.
Un misionero cristiano ha venido cerca del pueblo donde vivo. De él hemos aprendido a conocer a Jesucristo en quién yo quiero creer.
A esta hora el misionero nos reúne a la sombra de un árbol, para hablarnos de Jesús y yo quiero oírlo.
Los marinos quedaron tan impresionados por las súplicas y sollozos del muchacho que lo trajeron a tierra, pero el más impresionado fue el hijo del pastor quien se dijo a sí mismo:
“Aquí estoy yo, el hijo de un ministro en Inglaterra, conociendo mucho más de Jesucristo que el pobre muchacho y sin embargo, no teniendo ningún aprecio por estas cosas.
¡Aquella noche se retiró a su hamaca, pero no pudo dormir.
Las exhortaciones de su propio padre pasaron por su mente toda la noche, se sentía de menos valor ante los ojos de Dios, que el pobre nativo ignorante y por tanto, mucho más condenado que cualquiera de los salvajes desconocedores del Evangelio.
Por fin venció su conciencia y la gracia de Dios, y arrodillándose aceptó a Cristo. Podemos imaginarnos la alegría de aquel hogar de Inglaterra donde tanto se había orado por el hijo perdido cuando llegó carta con estas noticias.
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