Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado” (Salmos 51:2).
Antes de que el sacerdote pudiera entrar en el lugar Santísimo, tenía que detenerse en el lavabo y lavarse las manos y los pies. Él ya se había bañado desde la cabeza hasta los pies, pero el piso del tabernáculo era de tierra.
Tampoco había utensilios, así que sus manos estaban sucias. Esta preparación final antes de entrar en la presencia de Dios, era el despojarse de la contaminación del mundo, lavándose las manos y los pies. Cuando estamos en contacto con el mundo, estamos contaminados. No necesitamos bañarnos completamente. Ya somos salvos. Pero cada día debemos pedir a Dios que mire nuestros corazones y nos limpie de nuestros pecados. ¿No sería maravilloso si cada uno de nosotros viniera a la presencia del Señor con la seriedad con que lo hacían los sacerdotes en el Antiguo Testamento? ¡Deberíamos!
¿Se ha acercado usted al lavabo esta mañana? Si no lo ha hecho, arrodíllese delante de Dios ahora mismo, y haga del Salmo 139:23 y 24 su oración. Dios está esperando para perdonarle: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno.”
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